La torre del
ordenador encendido comenzó a humear, pero nadie lo notó. Era un humo negro
pero sin olor. Tal vez, si alguien hubiera estado allí, lo habría visto; pero
la niña se había ido precipitadamente para cenar, y sus padres no solían entrar
en el cuarto del computador.
Así que tampoco
advirtieron que el humo comenzaba a volverse más pesado, tan pesado que empezó
a caer y envolvió la torre como una oscura neblina. Luego comenzó a condensarse
y espesarse, y adquirió una textura gelatinosa y viscosa. Dos agujeros
brillantes se abrieron, como dos luceros en lugar de ojos, y luego un tercero,
como una boca retorcida.
La criatura no
sabía lo que era, pero tampoco le importaba. No le interesaba su origen, su
naturaleza, si acaso la tenía, no le interesaba la supervivencia, ni tampoco
saber qué había sido antes de convertirse en…eso.
Se desplazó por
encima del desordenado escritorio, reptando como una serpiente. Ocasionalmente,
de su cuerpo informe brotaba un tentáculo elástico que tocaba lo que la
rodeaba, ayudándola a moverse.
Sus ojos,
brillantes como luciérnagas, se detuvieron en un papel impreso que estaba
pegado a la pared con celo. En él se veía a una criatura parecida a un gato, de
ojos achinados, largas antenas y color rosa pálido. Encima había escrita una
palabra con letras desiguales:
“Gigi”
La criatura
pasó de largo, sin saber que su existencia se había iniciado como la
encarnación de aquel ser dibujado.
Gigi era una
mascota cibernética, o cibermascota, o lo había sido hasta que su dueña se
olvidó de alimentarla durante tres días, y murió de inanición. Hasta entonces,
la pequeña gata, o lo que fuera, había vivido en una adorable caseta virtual,
con bañera y jardín y salón y nevera, tenía amigos cibernéticos y, ante todo,
pasaba horas y horas jugando con su dueña. Aunque a veces estaban en
desacuerdo, Gigi amaba a la niña por encima de cualquier cosa, como toda buena
mascota.
Gigi, o lo que
había sido Gigi pero ya no lo era, bajó del escritorio de un salto suicida. Se
aplastó contra el suelo, pero no le importó. No había dolor. No había nada.
Nada, excepto
un ansia que roía esa sustancia gelatinosa que reptaba hacia la puerta. Un
deseo irrefrenable. Un único anhelo. Una única necesidad.
Amor.
Gigi pasó por
la rendija que había entre la puerta cerrada y el suelo. Se topó de bruces con
la nariz del enorme san bernardo, pero no le hizo el menor caso y pasó de
largo. El perro ladró, pero alguien desde una habitación lo mandó callar, y él,
lloriqueando, se retiró a su alfombra.
La criatura que
había sido Gigi siguió su camino. Tras ella dejaba un rastro negro: se
deshacía. Pero le daba igual. En realidad, ni siquiera era consciente de ello.
Sólo podía seguir a su instinto, y el instinto la guió, inequívocamente, a la
habitación de la niña, su dueña, su amiga.
Ella aún tenía
la linterna encendida dentro de la cama. Se encontraba leyendo en voz baja un
cuento infantil, muy entretenida. La criatura, ansiosa, trepó por las sábanas,
subiendo a la cama y llegando a la pierna de la niña.
Ésta gritó,
espantada, y pataleó.
Gigi rebotó en
la pared y chocó contra el suelo, dejando rastros negruzcos.
La niña,
chillando, se puso de pie en la cama, mirando a la cosa gelatinosa con los ojos
desorbitados de miedo. Pero la criatura no percibió su pánico, ni tampoco el
dolor, sólo una intensa euforia que la llevó a acercarse de nuevo, intentando
alcanzar a la niña.
Pero ella saltó
sobre aquella cosa extraña y viscosa, chillando a pleno pulmón, y comenzó a
patear.
Y Gigi, o lo
que había sido Gigi, murió pisoteada por su dueña, que nunca supo lo mucho que
su antigua mascota la amó hasta el último instante de existencia.